Cementerio Católico Arquidiocesano
Texto tomado de Bucaramanga.com
Son las dos de la tarde de un lunes cualquiera y enmarcado por el bullicio de los vendedores ambulantes, el color de las flores y el ruido de los vehículos; el cementerio Católico Arquidiocesano abre sus puertas a muchos dolientes que acuden para dar cristiana sepultura a sus familiares, pero también, para elevar plegarias por quienes, años o meses atrás, se encontraron cara a cara con la muerte.
La capilla que se encuentra rodeada por un buen número de mausoleos hechos en su mayoría de mármol o cemento, es el espacio que da la amarga bienvenida a niños, jóvenes y adultos quienes con unos cuantos claveles en las manos y una pimpina pequeña, se dirigen hacia el panteón en el cual se halla abandonada y sucia la tumba de un ser querido, al que en medio de sollozos, prometieron nunca olvidar.
Las frías galerías que contrastan con el cálido color de los arreglos florales, han sido tituladas con nombres de santos representativos de la Iglesia Católica. Así mismo, y como si se tratara de un inquilinato, albergan los cuerpos inertes de un buen número de mortales, los cuales sólo saldrán de allí cuatro años después de su entierro o cuando estén descompuestos en su totalidad.
Las agujas del reloj con su acompasado movimiento, dejan pasar unos cuantos minutos más, y en el sombrío recorrido, el lúgubre aspecto del camposanto y la sensación de impotencia ante la única cosa certera que tiene todo ser terreno, se hacen más fuertes al llegar al panteón Domingo de Val.
Allí el helor se mete en los huesos cuando se calculan los pocos años que hay entre la fecha de nacimiento y la de defunción, y al observar las fotografías de rostros infantiles que se extinguieron precozmente, tras una loza con un epitafio doloroso.
Flores marchitas, oasis inútiles y tumbas que aún no tienen y probablemente no tendrán jamás una lápida, son los componentes característicos de la soledad y el abandono al que está destinado, irremediablemente, cualquier hombre, mujer o niño que tenga como último destino el Cementerio Central Arquidiócesano.
No obstante, la religiosidad es el factor social que pareciera dar vida a ese cosmos de olvido. Las creencias, los ritos, el miedo a los muertos y hasta la música, predominan y se meten en los nichos para tratar de negar la realidad inevitable que tiene todo aquel que haya nacido: la muerte.
No falta, por tanto, quien al visitar la hornacina de su familiar o amigo, y después de rezar un poco frente a ella, se acerque y de unos golpecitos al impávido pedestal o introduzca por una ranura de éste, un papel con una petición especial a la espera de que el alma del fallecido le cumpla su deseo.
La devoción es múltiple e igualmente la fe, en especial la de los católicos. Es muy visitada, por quienes frecuentan este lugar, la tumba de la niña María del Carmen Vergel de quien se dice murió de forma dolorosa, pero que desde su deceso hace milagros a quien con sincero fervor le haya implorado.
Sin embargo, tal espíritu abnegado y de creencia, se contrapone a la pequeña, pero disiente caja que sin expresar palabra alguna le sugiere a los fieles introducir una monedita para el mantenimiento de la cripta de María del Carmen o en su defecto, para las "hermanitas de los ancianos desamparados".
El cementerio encierra también parte de la historia de Santander. Allí se hallan los despojos mortales de aproximadamente 4.300 combatientes de Palonegro; y en su honor fue construido un monumento de piedra cruzado con dos escopetas, como símbolo del horror de aquellos 16 días con sus noches en que la locura colectiva, se concentró en donde ahora se ubica el aeropuerto de Bucaramanga.
Las campanas de la capilla Cristo Salvador tañen al ritmo del sigilo que reina en el sacrosanto lugar para anunciar que el oficio de la Santa Eucaristía va a dar comienzo. Pero aquel silencio sepulcral se rompe con las oraciones que concatenadas expresan los fieles y de igual forma con las grandes expresiones líricas o dedicatorias que casi siempre inician o tienen incluida la frase "tu no has muerto, sigues vivo en nuestro corazón". Éstas aunque no llenan de esperanzas a quienes les leen, si manifiesta la creencia que se tiene de la vida eterna o el más allá que existe después de la muerte.
De igual manera, los entierros dejan ver esa necesidad que tiene todo individuo de creer en algo. Cada religión o culto lo manifiesta a su manera; tanto en su forma de actuar como en la visión que cada uno tiene acerca de un fallecimiento. A través de cantos e himnos los Testigos de Jehová despiden con júbilo a aquel hermano y amigo que los acompañó en las adversidades y que ahora toma el rumbo hacia el destino final y más anhelado: la eternidad.
Algunos católicos no se quedan atrás: las rancheras de Cornelio Reina, Darío Gómez o los Tigres del Norte son el homenaje póstumo y el ingrediente que busca remover el dolor y la tristeza en el corazón de aquellos que se quedan a la espera del día en que deban rendir cuentas por sus pecados al redentor que se sacrificó por los mismos.
El campanario vuelve a tañer, al tiempo que el picapedrero marca las tres de la tarde; y ahí, en ese espacio que encierra toda clase de historias y recuerdos, en el que los seres humanos pertenecen a una misma clase social, en el que el abolengo y las banalidades no pueden acompañar al fallecido a su encuentro de ultratumba, y en el que todos los seres terrenos vuelven a ser tan insignificantes y frágiles como en el momento en que abrieron sus ojos al mundo, ahí termina la ruta que lleva a todos lenta o rápidamente hacia su estación final: la muerte.











