Esta crónica, firmada por un tal "Juan D. Afuera", seudónimo seguramente, refleja estupendamente aquellos días en que circulaba el tranvía de la Barra:
EL TREN DE LA BARRA
por "juan D. afuera"
Hemos visto en un programa de televisión a un grupo de vecinos de La Barra de Sta. Lucía que, preocupados por la falta de locomoción adecuada, a la vez que añorando los felices días en que contábamos con nuestro querido y familiar tranvía, largo y perezoso pero servicial y seguro, han iniciado una campaña de recolección de firmas con el fin de solicitar la reimplantación de aquel servicio de locomoción, hoy desaparecido y superado -en algunos aspectos- por el ómnibus y el trolley-bus.
Y cuando vimos una fotografía del tranvía de La Barra no pudimos menos que recordar aquellos días en que recurríamos a él para ir o venir del centro (Andes) o de Belvedere.
Empezó a circular, según datos, allá por el año 1928. Tenía algunas características muy particulares que lo distinguían del resto de los tranvías de Montevideo.
Era mucho más largo, tenía 22 asientos, 8 ruedas y dos trolleys. En lugar de un número como los demás, tenía la letra "E" en su parte delantera superior, y, a ambos lados del techo, un letrero largo que decía: TRANVÍA DE MONTEVIDEO A LA BARRA DE STA. LUCIA, en el medio del cual lucía un escudo con la bandera de Artigas.
Los inspectores también lo llevaban en la gorra.
Todo tiene su explicación: el largo mayor, la doble rueda, y por consiguiente el mayor peso, eran necesarios porque circulaba sobre una vía que había sido instalada para el ferrocarril, que traía desde La Barra la carne para el abasto de Montevideo cuando no existía aún el Frigorífico Nacional, y que además hacía el servicio de pasajeros.
La vía no tenía "guia" o "pestaña" como las otras, y con la velocidad, un tranvía liviano descarrilaba fácilmente.
La letra "E" en lugar del número, era porque dependía de la Dirección de Vialidad del Ministerio de Obras Públicas (Estado). También por ello se explica el motivo del escudo con la bandera del Prócer.
En su largo recorrido unía la ciudad con varios barrios de la zona Oeste de Montevideo: Nuevo París, Paso de la Arena, Estación Llamas, Estación Lecocq y el pueblo de Santiago Vázquez.
El ómnibus había empezado a circular por la carretera cada 40 minutos; pero la mayor parte de las veces no paraba ya al llegar a Estación Llamas (viniendo de La Barra), y los que teníamos un horario fijo para trabajar o para estudiar recurríamos al tranvía salvador, que nos anunciaba su presencia con dos o tres "pitadas" largas, su ruido característico que se oía a decenas de cuadras, y la presencia del trolley y el techo negro, en un recodo de su camino de hierro...
En el tranvía siempre había lugar; nadie se quedaba a pie. Era lento, pero llegaba...
Los guardas y conductores eran viejos conocidos de la "línea", así como también los inspectores, y todos eran "pierna"...
Era como una gran familia que se trasladaba a sus quehaceres los días hábiles de la semana. Allí todos, o casi todos, nos conocíamos y nos saludábamos.
Los únicos días que no lo sentíamos tan nuestro eran los domingos y feriados, porque se llenaba de familias con niños pequeños; parejas de jóvenes y aun de ancianos, cuando hacía buen tiempo, que se trasladaban a La Barra o al Parque Lecocq para pasar la tarde al aire libre.
Y volvían contentos a sus casas, porque aunque se pasaran la mayor parte de la tarde en el tranvía (por el viaje largo, los desvíos, y alguna que otra falta de corriente), en él podían tomar mate, comer pasteles, dulces, etc., sin que nadie se molestara. . .
El viaje en tranvía hasta La Barra siempre tuvo gran aceptación entre los habitantes de Montevideo, porque dis*poniendo de tiempo, era agradable y pintoresco cruzar los centros poblados, las granjas, montes de eucaliptos, bañados, llenos de animales vacunos y equinos pastando, y el grito del teruteru, siempre alerta, escondido en el pajonal.
Por último, a lo lejos, en una colina suave, el pueblo de Santiago Vázquez, dormitando su pereza en la margen derecha del Río Santa Lucía, en su confluencia con el Río de la Plata.
En el fondo, como dibujado sobre el cielo azul intenso, el puente de hierro, imponente y atrayente; a un costado, los yates multicolores amarrados cerca del embarcadero, y un poco más lejos, en un codo del río, la pista de regatas...
Cruzando la carretera (Ruta 1), frente al hotel, el hermoso parque III República Española, lleno de frondosos árboles, pinos elegantes y glicinas por todas partes. Cuando éramos jóvenes y solteros volvíamos del Centro hasta Belvedere sin problemas, para tomar allí el último tranvía, que salía a las 12 y 20 ó 12 y 30, ó cuando pudiera...
En los últimos años de circulación el tranvía no iba ya hasta Andes, ni siquiera hasta la Estación Agraciada, porque decían que dificultaba el tránsito y rompía las vías de los otros trenes que, como dijimos, eran más chicos y livianos.
En Belvedere, a media noche, después de una o dos "pitadas" largas, empezaba a moverse la única esperanza que teníamos de volver a nuestros hogares, pues casi nunca nos sobraba dinero suficiente para tomar un taxímetro.
El guarda ya le había dado "salida", pero alguien venía corriendo detrás y le hacía señas para que detuviera el coche, y el hombre, amigo, comprensivo y tolerante, tocaba dos o tres campanazos fuertes, para que el viejo armatoste se detuviera y dejara subir a los rezagados.
En las noches de carnaval, hasta en el techo subían...
Recordamos también con gratitud a esa buena gente del tranvía de La Barra, cuando les llenábamos las plataformas de bolsas, paquetes, canastos, cajones, juguetes, plantas, hierros, ruedas de bicicletas, cañas de pescar, etc., etc., con la ayuda solícita del mismo guarda o conductor, sin una señal de protesta o desagrado.
Una vez vi, aunque parezca mentira, una cama de hierro plegable, colocada detrás del conductor!
Podríamos llenar varias páginas hablando del TREN DE LA BARRA...
Cuando resolvieron cambiar los tranvías de Montevideo, por modernos ómnibus y trolleys, allá por el año 1954, fue el último que se rindió...
Aunque ya prácticamente en los últimos tiempos no tenía hora ni para salir, ni para llegar, lo tomábamos, porque sabíamos que nos iba a dejar pronto y nunca más lo veríamos...
Lo queríamos, como se quiere a un animal doméstico, por noble, servicial, humilde, cumpliendo con su deber y su destino!